“Bueno, supongo que eso es todo” pensó orgullosamente para sí después de pasar unos cuantos minutos resolviendo un problema de física, lástima que en realidad había confundido la masa del objeto por tener una letra ridículamente ilegible incluso para ella, de todas formas había terminado y podía tomarse unos minutos antes de seguir con el último problema de su tarea. Los días anteriores habían sido bastante ajetreados, trabajos por ahí, exámenes por allá y, claro, las inevitables crisis existenciales de medianoche que le quitarían el sueño a un monje budista. Cuando tenía tiempo libre se dedicaba a tocar un poco de guitarra y tal vez jugar en su consola por unos minutos antes de volver a trabajar, una vez terminadas las tareas diarias jugaba un poco más o se dedicaba a cosas un poco más artísticas como dibujar o escribir, cosas que por más que disfrutaba terminaban avivando esa infame llama de auto odio que yacía en su interior. “El ojo se ve muy extraño” se decía con enojo “bórralo” o acababa teniendo interesantes, aunque preocupantes, discusiones internas acerca de la manera correcta de usar ciertas palabras, discusiones en las que terminaba cuestionando en general toda la capacidad de escritura que tenía. Así la mayoría de los días se desarrollaban durante ese tiempo tan extraño en el que tenía que vivir, y parecía que esa tarde sería muy parecida a los demás días. Iba a encender la luz de su cuarto pero antes decidió salir un momento a ver que hacían sus padres en la sala. No obstante lo único que vio fue la puerta cerrada del estudio, se acercó un poco y pudo escuchar a su madre dando clase. Miró un poco por el pequeño espacio de la puerta y logró divisar también a su padre muy atento trabajando en su computador. Se devolvió entonces a su cuarto sin hacer ruido para no fastidiarlos.
De regreso en la habitación se dirigió a su cama y se sentó. Después de haber estado casi dos horas en su escritorio fracasando absurdamente con sus tareas, estaba tan cansada que la comodidad y el sopor de su cama le impidieron levantarse a encender la luz, ir por su celular o básicamente realizar cualquier movimiento que requiriera moverse más de un metro. “Ok tal vez debería aprovechar y descansar un poco antes de volver a trabajar” Pensó, y puso su almohada cerca a la pared para recostarse. Estuvo así un rato, mirando al techo, por más que su cuerpo entero le pidiera descansar su cerebro le estaba dando una cátedra de pensamientos aleatorios tan ridículos pero tan fascinantes que no tuvo más remedio que seguir escuchando. Antes de que se diera cuenta eran casi las seis. Al fin tuvo un poco de fuerza para moverse y bajar las cortinas que, para su suerte, estaban pegadas a la cama.
A punto de bajar la cortina, por algún motivo, se quedó viendo hacia el exterior. Tal vez era curiosidad, tal vez era algo más, fue como si la calmada tarde y el grisáceo paisaje le hubieran pedido quedarse. No se movió en un buen rato, sólo observaba. Casi sin pensarlo abrió la ventana y se asomó. Su mente en blanco de pronto se llenó de una extraña sensación abstracta que sólo un dios sabría explicar. Jamás en los diez años que llevaba viviendo en ese apartamento se había asomado a la ventana (probablemente por el pánico a las alturas que su pobre madre tenía y le inculcó) pero ese fue el mejor momento para hacerlo.
Veía las calles vacías, los edificios a la distancia, los verdes árboles que danzaban al compás del viento con tanto gozo que parecía una fiesta tradicional. “la fiesta más aburrida de la historia” pensó “Al menos todos conectan con sus… raíces” no pudo evitar soltar una carcajada diminuta por más tonto que hubiera sido ese chiste. Recordó los cientos de chistes absurdos que se le habían ocurrido mientras estaba con sus amigos y se imaginó como alguno de ellos le hubiera tirado algo a la cabeza por el chiste de los árboles. Dejó de hacerle tanta gracia. Claro que en la “fiesta” no estaba sólo los árboles, los pájaros en el fondo se dedicaban a gritarse entre sí, algunos ladridos se oían a la distancia y, no podían faltar, los vehículos ruidosos que pasaban por la carretera enfrente del edificio. Por más que hubiese tanto movimiento, la calle jamás se había visto tan sola. Pasaron los minutos sin que cambiaran mucho las cosas. Recostada en la ventana suspiró, recordando que debía volver a trabajar, sin embargo algo la detuvo otra vez. No era el paisaje, no era la comodidad de su cama ni tampoco su propia pereza. Su nariz había percibido algo, un olor. ¿Olor a quemado? ¿Olor a basura? Olor a… “noche”. Sólo pudo pensar en eso para darle nombre al aroma pero en realidad no era simplemente eso. Se inclinó un poco hacia afuera, inspiró hasta llenar sus pulmones de aire y estuvo unos segundos pensando.
Ahora el olor era una imagen, esa imagen era un recuerdo y ese recuerdo era una experiencia. “Cine” pensó mientras esbozó una extraña sonrisa “¡Es olor a cine!” no eran palomitas y perros calientes, aún así era olor a cine. Se cuestionó un momento su apresurada conclusión. “¿Por qué cine?” se preguntó, realmente no tenía mucho sentido. Pero claro, como siempre, la respuesta no era obvia pero sí bastante abstracta. Era más un olor asociado a un recuerdo feliz no tan distante en el tiempo. Hizo un esfuerzo no tan grande para encontrar ese recuerdo. Pensó un poco y respiró como si tuviera asma hasta que logró encontrar algo en su palacio mental. Sus papás, sus primos y ella caminando por la tarde hacía el centro comercial para ver una película, los adultos caminando atrás agarrados de las manos y los niños al frente contándose cosas entre ellos y riendo a carcajadas.
Realmente no era la memoria más destacable o emocionante pero si le hizo sentir algo al recordar. “Por eso es cine” concluyó, de todas formas sabía que era algo más que eso.
Se quedó pensando un poco, tenía más recuerdos en su mente pero tan fragmentados que realmente ignoraba la veracidad de lo que su mente le mostraba. De pronto empezó a conectar a otros recuerdos alejados del cine pero con ese mismo olor a noche. Esa vez que fue con sus papás a ver una obra de comedia con chistes un poco... sacudió un poco su cabeza como si quisiera mandar volando ese recuerdo tan incómodo. Se desconectó un momento de su búsqueda por los pasillos del recuerdo y se alejó de la ventana. Al recostarse de nuevo notó que el olor había cambiado de un momento a otro.
Retrocediendo un poco más en el tiempo, visualizó sus clases de patinaje que había tomado por unos meses, pensó en sus patines colgados en el patio y se sintió un poco culpable. “Igualmente no es como que los pueda usar mucho ahora” se dijo internamente para sentirse mejor.
Ese recuerdo la llevó a aquella vez en la que había ido a jugar baloncesto con su papá en el parque, eso la llevó a otro recuerdo y así se fue formando una canasta con recuerdos olor a noche, cine o lo que fuera ese aroma. Un ciclo de remembranzas de todo tipo con muy poco significado y que sólo la alejaban de la identidad del olor.
Llegó un recuerdo que cambió un poco las cosas. Recordó a sus amigos, caminando por la calle después de haber salido de algún lado, hablando de múltiples cosas. Con los charcos de las calles y la lluvia de la noche, alguna que otra voz cruzaba por su mente diciendo cosas graciosas o haciendo preguntas pero nada más. Siguió recordando intentando identificar cuando había sido eso y por qué lograba revivir tan bien ese momento. No había, aparentemente, ninguna cosa específica que resaltar como para que su memoria hubiera guardado con tanto detalle aquella reminiscencia. “Caprichos de la mente” supuso. Pero tal vez no era así. Siguió viendo las escenas de ese día en su cabeza aún sin reconocerlo del todo hasta que ella misma en su recuerdo habló, no pudo oírse pero sí pudo volver a sentir lo mismo en el exacto momento en el que habló. “Claro” se dijo “ya recuerdo”. No pudo evitar reír un poco al entender bien qué momento era. Las caras de genuina confusión sus amigos no tenían precio y ahí terminó su vívida simulación pasada. Tal vez había sido algo banal pero en esa tarde entendió que el olor no era olor a noche, era olor a nostalgia. Pudo ponerse triste, incluso sollozar, echaba de menos todos esos momentos que habían cruzado su mente al igual que a sus amigos pero había algo que sólo ese recuerdo podía darle y era alegría. Dentro de tantos problemas y tantos cambios podía asegurar que sus amigos y su familia no habían cambiado mucho internamente. Las cosas no eran iguales, claro está, tal vez nunca volverían a serlo, pero hay una belleza extraña en lo que no es normal, en el cambio y las anomalías. Atesoraba ese momento porque representaba bien lo que extrañaba de sus amigos, las risas y los momentos serios llenos de emociones sinceras. Quería volver afuera y seguir creando memorias con ellos pero, claro, no podía. Es en momentos como esos en los que no quería pensar en nada, apegarse a lo que se tiene cerca para no añorar lo que no. Insistir en encontrar con que mantenerse con algo que hacer para llenar ese tiempo solitario. No hay un sentimiento más abrumador que la soledad pero es en la soledad donde nacen las reflexiones y son las reflexiones las que traen un sentido a las cosas que no se puede ver hasta que se está a solas . Los sollozos no llegaron, por más que se sintiera nostálgica y vacía se sentía acompañada por sus recuerdos y esperaba que todos pudieran sentirse igual. “Esperanza, ese era el olor”. Esa simple ventana vieja fue un portal de recuerdos, y esa reflexión también era uno.
Sofía Sarmiento, Prima Liceo, 2020.
(Texto ganador del concurso artístico literario ¿unidos en la distancia? en la categoría creación en prosa).
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