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Suelas

Sesenta y cinco. Sesenta y seis. Sesenta y siete. Sesenta y ocho suelas. Y es apenas mediodía, se dijo el hombre. Una mirada furtiva le dijo con preocupación que el alcohol empezaba a menguar. Se secó el sudor que le escurría por la frente y se arrepintió inmediatamente. Eso de no tocarse la cara era algo que aún le costaba aprenderse.

Había sido así desde ese idílico viernes por la tarde en el que oyó que había llegado el primer caso al país. A partir de ese momento habían empezado a gritarle en las orejas las medidas de seguridad, y él se había puesto por meta seguir al pie de la letra todo lo que su fiel radio le dictase en las mañanas. Sin embargo, sus buenos propósitos escapaban de su memoria una vez se enfrentaba a la salvaje realidad, y más pronto que tarde se encontraba demasiado cerca de sus dedos. Las personas que viajaban con él por las mañanas se pusieron de acuerdo mucho antes que los medios sobre si debían o no usar tapabocas, hasta que a su vez él tuvo que pactar con sus compañeros de travesía. El tapabocas lo hacía sudar cántaros, pero le daba también calma, sobre todo cuando iba en buses abarrotados con viajeros a medio centímetro de su cara. Mientras tanto, en el trabajo suscitaba en medidas iguales miradas de extrañeza y de aprobación.

Y fue justo en el trabajo donde empezó a ver cómo todos se refugiaban. No hubo más niños. Hubo sólo perros, dos veces al día. Hubo miradas flotantes, narices ocultas, voces amortiguadas, y miedo. No tardaron en darle escuetas instrucciones y aún más escuetos elementos para proteger la salud de los vecinos, y de paso la de él. Le dieron un atomizador con el líquido más preciado del momento, y se halló pronto pidiendo a personas cargadas de bolsas que hicieran equilibrio. Se halló pronto contando suelas. Los familiares rostros del trabajo y la gente que pisaba las aceras se transformaron. Eran ahora siluetas recortadas contra las ventanas. Luces prendidas y apagadas. Cortinas abiertas y cerradas. Eran también aplausos difuminados a las ocho de la noche. Los gritos de euforia cuando los policías se acercaron a bailar en las aceras. Eran los domicilios que él desinfectaba cada día en la puerta. Y así, él mismo se empezó a sentir vecino de la gente, empezó a percibir humanidad en rostros cada vez menos humanos. Las dudas, preocupaciones y planes que precipitaron por el acantilado eran tan suyos como de todos.

Esa sensación palpitante lo reconfortó, pero terminó el día que tuvo que abrirle la puerta a un caso. Un caso al que una ambulancia y dos astronautas esperaban afuera. Él, indefenso y dotado de su tapabocas de todas las mañanas, le abrió la puerta. Lo miró con ojos simples y tiernos. Y cuando empezaba a sentir el vacío que se abría paso en su interior, se dio cuenta: todos los sonidos y siluetas se habían acallado. Metamorfoseándose en ojos y orejas en las fisuras de las ventanas, y en pupilas entre las franjas de las persianas, dieron paso a un silencio de tumba.

Se transformaron en una soledad aguda y penetrante.


Gabriela Román, Seconda Liceo, 2020


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